A mediados de septiembre de 2019 una reunión entre colegas, dirigentes y militantes políticos tuvo una escalada cuando se debatía la naturaleza de la campaña que el presidente saliente Mauricio Macri encaraba hacia las elecciones generales de octubre.
Después de la paliza histórica que el Frente de Todos le había propinado a la coalición liderada por Macri en la primaria de agosto, el regreso del peronismo a la Casa Rosada era, según el juicio de este periodista, un hecho. Sin embargo, algunos de los participantes de aquella reunión mencionada al principio, coincidían en subrayar que la remontada del líder amarillo era posible. Afectados en su criterio por la aguja hipodérmica del progreliberalismo, eran incapaces de identificar la quintaesencia de aquella gira con convocatorias masivas en el espacio público que encabezaba el Presidente saliente.
No se trataba simplemente de un giro de 180° en la campaña electoral de un Presidente desahuciado en busca de un milagro, sino de una propuesta mucho más profunda que excedía largamente una mera disputa por el control del poder Ejecutivo federal. Lo que construyó Macri en aquel momento fueron las bases conceptuales y prácticas del formato en el que se dirimirían las tensiones políticas del próximo cuatrienio.
Las caravanas de Macri por el país transparentaban algunas características: radicalización ideológica, apropiación del espacio público como ágora para visibilizar sin tapujos demandas de clase (alta / media-alta y tilinguerías varias), virulencia retórica, reduccionismo binario. Macri estaba sacando del clóset a la derecha. Inclusive a la más rancia y con menos apego al Estado de derecho. Y lo hacía contrabandeando (que raro, ¿no?) una práctica históricamente ligada al peronismo e intrínsecamente despreciada por las expresiones de centro-derecha (y de ahí hacia la diestra hasta el fin del mundo): la «conquista» de la calle.

Esas características y esas acciones, que tenían como condición de posibilidad el matcheo persistente con la agenda de los medios de posición dominante y con la justicia federal, son los fundamentos del sueño húmedo del gorilismo de la Zona Núcleo: ARGENZUELA.
Argenzuela es la hipótesis que nuclea al bloque de clase dominante (AEA con Clarín y Techint a la cabeza; Sociedad Rural; sector financiero de anclaje trasnacional; los grandes jugadores del agronegocio) con el macrismo y sus aliados, Comodoro Py y los medios de posición dominante. Se trata de la profecía autocumplida sobre la que ese sector trabaja desde hace muchos años, que Macri llevó al siguiente nivel durante su campaña pos PASO y que ahora, en plena pandemia, vimos como es capaz de amplificarse, controlar la discusión pública y condicionar el sistema democrático desde sus márgenes.
En el marco de la pandemia y el Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio (DISPO), el sector que impulsa la hipótesis Argenzuela logró activar el 17 de agosto pasado una bomba epidemiológica con el autodenominado «banderazo»: una convocatoria relativamente multitudinaria en varias de las grandes ciudades de la zona núcleo, en la que confluyeron votantes del expresidente Macri, electores algo más moderados de JxC, libertarios (merece un capítulo aparte el análisis de este segmento que sigue creciendo) e incluso terraplanistas y conspiranoicos.
Con consignas heterogéneas e inconexas, casi sin argumentos pero con un temperamento belicoso que se expresó en agresiones a los medios de comunicación que cubrieron la movilización, el 17A demostró el enorme poder de fuego de la coalición que impulsa la hipótesis Argenzuela, basado en su capacidad normativa.

Ese poder normativo, el mismo que sostuvo a Macri durante 4 años y que es patrimonio casi exclusivo de los argenzuelistas, se expresa a través de la gerencia y el despliegue comunicacional, y tiene la capacidad de establecer ciertos límites relacionados a lo que está bien o no, a lo deseado y lo indeseado.
Ese aparato de normalización es tan potente que equilibra incluso el contundente resultado de las elecciones de hace menos de un año. Y organiza de forma reticular (en términos de Foucault) pulsiones de sectores muy minoritarios, las estimula y las expande, de tal manera que logra reunir en el espacio público a miles de personas en una movilización que claramente puso en riesgo la vida de aquellos que participaron, pero también la del resto de ciudadanos y ciudadanas.
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Si bien la representación política de los movilizados el 17A no podría definirse como patrimonio exclusivo de ningún espacio opositor, sí es posible identificar hilos conductores: gorilismo, violencia, sentimiento antisistema, odio a Cristina.
Sí, odio a Cristina. En esa característica tan específica, que pudo rastrearse fácilmente en las consignas y en algunos cantitos ( «AR-GEN-TI-NA SIN CRIS-TI-NA» // «ANDATE A CUBA LA PUTA QUE TE PARIÓ») es posible detectar la persistente y sistemática operación que durante tantos años los agentes del argenzuelismo han desarrollado y sedimentado sobre una porción de la población.
Y si bien es cierto que la elección de 2019 puso de manifiesto el enorme triunfo de Cristina sobre el aparato normativo del argenzuelismo, quedan claras dos cuestiones:
1. ese triunfo se circunscribe a instancias de normal funcionamiento institucional del sistema democrático.
2. el aparato argenzuelista no aspira necesariamente a construir una mayoría: apenas necesita minorías inoculadas con su hipótesis dispuestas a la acción directa, para aprovechar cualquier resquicio que ofrezcan las coyunturas.
El objeto central de la hipótesis Argenzuela son las instituciones; el objetivo es condicionarlas, deslegitimarlas hasta el punto de desconocerlas; y el formato de disputa es una suerte de agonismo desquiciado que trabaja sobre las pulsiones ideológicas que subyacen en los ciudadanos, lo que obtura la posibilidad real de cualquier tipo de debate honesto y profundo.
El espejo donde se miran los argenzuelistas es, por supuesto, Venezuela. Allí, donde claramente existe una democracia de bajísima intensidad, con la confluencia de los mismos actores de poder que participan en nuestro país más la influencia de la Embajada de Estados Unidos, lograron canalizar el debate público hacia posturas cada vez más antagónicas, dogmáticas; lograron, a través de una presión en varias dimensiones (económica, política, diplomática, judicial, simbólica) dotar de una opacidad insostenible a las instituciones; deslegitimaron el sistema democrático y a sus actores. Y finalmente lograron una suerte de institucionalidad bifronte que puso al país en un estado de inviabilidad latente.
Es una coincidencia más o menos desplegada que en la actualidad Venezuela está atravesada por violaciones a los derechos humanos. Los años de asedio opositor (cuya práctica tendiente a la desestabilización no se limitó a los ámbitos formales del sistema democrático), los bloqueos económicos e institucionales gestionados por Estados Unidos, los límites propios de un Gobierno encorsetado por un modelo extractivista unidimensional y el ideologismo, más el reperfilamiento político de la región, fueron factores que confluyeron para generar un escenario de conflictos sin posibilidad aparente de resolverse a través de canales institucionales.
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Si bien Argentina y Venezuela son países muy diferentes en términos históricos por composición política, perfil socioeconómico, modelo productivo, cultura política, vinculación geopolítica y desarrollo democrático, es posible identificar un común denominador en la razón original que dispara los antagonismos: la puja distributiva.
Como en el país caribeño, aquí también son los grupos de poder de los sectores más concentrados de la economía los que comandan conceptualmente la escalada a través de su poder normativo; y son las clases altas y medias-altas, los sujetos que encarnan demandas que los exceden y, muchas veces, incluso están en conflicto con las propias.
Así como Macri y la coalición que lo acompañó en su Gobierno tenían un objetivo ontológico que se hundía en lo profundo de la Historia, y consistía en reducir al peronismo a una expresión testimonial incapaz de ejercer la representación de los trabajadores, las minorías y los grupos vulnerables; los ideólogos de la doctrina Argenzuela persiguen con la misma determinación su propio rumbo existencial: replicar en nuestro país un escenario lo más parecido posible al venezolano. Eso quiere decir, básicamente, que buscan consolidar las condiciones para que el sistema político sea saturado y rebasado por tensiones antagónicas imposibles de contener en los términos en los que, con relativa eficacia, el sistema ha tramitado los conflictos sociales desde el regreso de la democracia en 1983.
Esa certeza, la de canalizar por la vía institucional los procesos de tensión y conflicto que se desarrollan al interior de la sociedad, es parte del contrato que argentinos y argentinos han sellado de manera inconmovible en estos casi 40 años con «la política». Ni siquiera el colapso del neoliberalismo en 2001 y el «que se vayan todos» que unió las cacerolas de las clases medias urbanas con los excluidos a los largo y ancho del país, se tramitó por una vía paralela.
Argenzuela implica una grieta en ese contrato. Y la forma de hacerlo es sobre representando las posturas más radicales. En la era del Big Data y la Posverdad, los trolls y las fake news, la desinformación es el napalm con que se fumiga el campo social todos los días. Desde allí la facción más jacobina del Pro, liderada por Macri, intenta ejercer la representación de los poquísimos dispuestos a la acción directa, a ejercer violencia. Luego, el sistema normativo que sostiene y expande a ese sector político, diluye a los violentos y los legitima. La movilización del 17A es un excelente síntesis de esa peligrosísima práctica.
Lamentablemente, el escenario está cada vez más enrarecido. A tal punto que un expresidente como Eduardo Duhalde salió a vociferar en «estado psicótico», como él mismo lo definió, que las elecciones del año próximo no se realizarán porque un golpe de Estado es inminente en Argentina, a la que definió como «campeona mundial» en esa especie.
Y está claro que el sector que impulsa la doctrina Argenzuela están avanzando en su objetivo de potenciar el carácter binario de la discusión pública. En el marco de un contexto de excepción como el actual, determinado por la pandemia, el temperamento está siendo marcado por esta oposición radicalizada.
En ese marco de radicalización in crescendo, obstinarse con la práctica y el discurso excesivamente centrado en contener demandas que inclusive muchas veces entran en contradicción con la plataforma histórica del ahora llamado Frente de Todos, es un ejercicio de voluntarismo destinado a una erosión innecesaria de las bases propias, y una legitimación de rivales políticos.
Obstinarse en ubicarse por encima de una tensión cada vez más fuerte, es un ejercicio negligente destinado a diluirse en la intrascendencia o en estruendosas derrotas. Especialmente porque esta experiencia política novedosa impulsada por CFK, el gobierno de coalición que parió en mayo de 2019, necesita primero fortalecer su base de sustentación y aceitar su propio funcionamiento político e institucional.
Por eso algunas medidas que se tomaron en las últimas semanas, parecen marcar el inicio de una etapa en la que el Gobierno nacional tomó mas conciencia de este escenario. El decreto que establece como servicios públicos a la telefonía celular, la TV e Internet; los proyectos de «reformita judicial» y Aporte Extraordinario están ligados a la esencia del Frente de Todos y a los compromisos asumidos en campaña.
Por supuesto que no se trata de resignar la voluntad de generar consensos amplios, desplegados y que sirvan para sedimentar políticas de Estado. Pero, como todos y todas sabemos, «la única verdad es la realidad». Y si bien es el peronismo quien carga con la responsabilidad histórica de transformar el odio y la violencia de nuestros oponentes en Justicia Social, Soberanía Política e Independencia Económica, nunca podríamos lograrlo si no asumimos que cualquier consenso posible implica, necesariamente, que alguno o algunos queden disconformes o directamente afuera. Y siempre es preferible que se quejen o que queden con los pies afuera de la fuente aquellos dispuestos a romper con un contrato social que construimos con tanto esfuerzo y no poco sufrimiento durante casi 40 años de democracia.