En un país donde la inflación es un drama estructural, que desde el regreso de la democracia solo fue domado por Carlos Saúl Menem durante una década hace tres décadas (en detrimento del aparato productivo nacional y en favor de un sistema de acumulación que expandió la desigualdad estructural que hoy nos carcome, claro) ir a una elección siendo el ministro de Economía que pelea con una inflación de 3 dígitos era, sencillamente, una batalla imposible.
ERA imposible. Hasta ayer.
Casi como si se tratara de un remix de esa icónica escena memética en la que Sergio Tomás voltea una botella de agua con el poder de su mente, durante la campaña Massa logró que los argentinos pensemos la elección en los mejores términos en la que podíamos pensarla:
– O nos defendemos entre nosotros o se pincha.
– O confiamos en las certezas vitales que nos definen como argentinos (democracia, familia, trabajo, educación y salud pública) o nos regalamos ante las promesas enojadas sobre un futuro conducido por las fuerzas del dios mercado.
– La normalidad de nuestra argentinidad atravesada tanto por crisis latentes como por el amor y la igualdad como fundamentos innegociables, o directamente un estallido conducido por kamikazes dispuestos a hacer implosionar la Patria en nombre de sus traumas irresueltos y sus rencores pubertarios.
Y finalmente, el clivaje definitivo: ¿a quién le dejarías el cuidado de tus hijos, a Massa o a Milei?
Massa se convirtió en un sinónimo de estabilidad. Y nos devolvió así una parte de nuestra identidad. Y confianza: el sistema (representantes, representados) todavía puede funcionar.
Esa certeza recorrió capilarmente la Argentina (sentido común y estructura; discurso y realidad efectiva) para configurar un escenario impensado: más de 4 millones de nuevos votos para el peronismo. Para el tipo normal. Para el que podría cuidar a tu hijo. Y así, por un instante que duró 71 días (entre la PASO y la General), inconscientemente la inflación fue menos importante que algo: la Patria. Que básicamente son los 25 metros cuadrados que anidan tus sueños, tus anhelos y tus preocupaciones.
Y Sergio Tomás se convirtió en Milagro Masa.
O Medio Milagro.
Porque ahora falta la otra mitad.
En un país que fue dominado la última década por un antagonismo dicotómico que atravesó la vida pública, se disputó una elección general de tercios que derivó en un balotaje. Es decir, una elección dicotómica. Destino. Lo de siempre.
En ese marco debe obrar el segundo milagro de Sergio Tomás, que es convertirse en el vector capaz de movilizar una nueva mayoría en torno a la única tesis que no admite discusión: si queremos, somos el mejor país del mundo.
Tiene la mejor herramienta de la que alguien podría munirse para afrontar esta batalla, que es el peronismo en tanto sentimiento, tradición, estructura, verdades y errores que subsanar. Y tiene, además, la decisión vital para salir victorioso: eludir cualquier síntoma de ideologismo, sectarismo e individualismo que prive al Pueblo argentino de una gesta fundacional. Y, por supuesto, las mejores ideas para hacer conducente la excepcional potencia argentina.
Si logró el primer milagro (o medio milagro). ¿Por qué no podría conseguir el segundo? En vos confiamos, Sergio Tomás.